lunes, 28 de enero de 2008

SUPERE SUS MIEDOS ¡!

El caso de Peter...

Durante tres meses traté en mi consulta del Soho en Nueva York a Peter Harris. Llevábamos meses de terapia dos días por semana, y mis consejos no habían conseguido solventar su constante miedo a lo que el futuro le pudiera deparar: a salir poco abrigado un día de frío, a fracasar en una presentación, a tirar la copa de vino en una comida, a olvidar subir la cremallera al salir del baño, a no encontrar un taxi...

Esto me provocaba una gran frustración y decidí retomar su caso con especial ahínco y un nuevo punto de vista más creativo y dinámico en lo que personalmente llamé “Método del empujón proactivo”.
Ese día Peter, como casi siempre, estaba muy nervioso y acobardado: tenía una presentación muy importante y temía que un imprevisto de tráfico le hiciese llegar tarde, la presentación saliese mal, le despidiesen, qué se yo.
“No te preocupes Peter. Si lo deseas, acabamos ya la sesión y yo mismo te llevaré en mi coche.”
Algo más tranquilo, pero no del todo, Peter aceptó.
“El tráfico está tan mal, que por mucho que salga antes nunca se sabe cuando uno va a llegar” – apostilló.
Le dije a la secretaria que anulara todas mis citas de la tarde y me fui con Peter del despacho. Salimos del garaje y enfilamos la calle 52 hacia la zona este de la ciudad. Cuando estábamos cruzando el puente para salir de Manhattan sobre el Hudson detuve el coche y pedí a Peter que bajara del auto y cruzara caminando el resto del puente. Extrañado pero obediente, y con gesto dubitativo, caminó agarrando su cartera con los dos brazos contra su pecho.
Cuando le pregunté por qué tenía ese aspecto acobardado me respondió que temía que su cartera cayese al río y no pudiese hacer la presentación.
Inmediatamente salí del coche, me acerqué a él con decisión y le propiné un empujón tan violento que Peter sobrepasó la barandilla y cayó al río desde una altura de doce metros. La temperatura del agua debía estar en torno a los seis grados, era un bonito día de noviembre con un grupo de disciplinadas nubes cubriendo el cielo. Desde el puente podía ver como la figura descompuesta de Peter agitaba los brazos con energía tratando de perseguir su cartera y flotar al mismo tiempo.
Interesado por como seguían los acontecimientos bajé del puente y le seguí por la orilla. Peter haia conseguido casi tocar tierra. Al verme, Peter gritó angustiado “¡Ayúdame! ¡Tengo miedo de golpearme con una roca!”

Nada más escuchale, agarré una piedra y la lancé contra su cabeza con todas mis fuerzas acertando justo en la frente. Peter empezó a sangrar copiosamente entre la corriente, aunque yo apenas podía apreciarlo.

Diez minutos más tarde le saqué del agua junto a un parque de la calle 35 y llamé a una ambulancia. Sobre el asfalto, Peter tiritaba y seguía sangrando con las ropas chorreando agua. “Rápido, trae mantas. Tengo miedo a coger una pulmonía,” me dijo aterido de frío sobre el asfalto. Inmediatamente le quité las ropas mojadas y corrí hasta la ambulancia. Convencí al conductor y al enfermero de que yo era el paciente y nos fuimos de allí dejando a Peter desnudo en el suelo. Todavía pude llegar al hospital, escabullirme cuando nadie me veía, y tomar un delicioso té con un brownie en una cafetería cercana a la calle 37.
Dos horas más tarde regresé en su busca con un taxi. Peter aguardaba en silencio, sobre el asfalto, cubierto por un plástico azul con los ojos perdidos. Estaba tosiendo y caía agua helada por el agujero derecho de su nariz.
“Peter ¿tienes miedo de algo?” – Pregunté.
“No.” Fue su respuesta. “Le mataré”.
En aquel momento vi un brillo nuevo en sus ojos que nunca había visto antes. No era miedo, era un brillo de furia contenida. Fue entonces cuando supe que estaba curado.
De hecho, Peter no volvió a temer nunca más llegar tarde a una cita porque el tráfico estuviera mal, ni cruzar un puente, ni coger una pulmonía. Peter sólo tenía miedo de una cosa: encontrarse conmigo en medio de un puente. Dado que no nos volvimos a ver, sus temores resultaron totalmente infundados y su vida se desarrolló felizmente. Yo por mi parte recibí una carta invitándome a abandonar mis actividades profesionales dentro del estado, peno no iba firmada por ningún juez, de forma que no le presté atención.

Importante recordar en este capítulo:

- La mayoría de cosas por las que se preocupa no le van a pasar. Pasarán otras, pero no esas.
- No baje de un coche en medio de un puente si va conmigo.
- Recomendable el té con brownie de la calle 37.

viernes, 18 de enero de 2008

Solucionar problemas de pareja con un pato y una escoba.

Hace tres años Raquel y Mark acudieron a mi consulta en busca de ayuda. Ambos eran jóvenes, atractivos, y disfrutaban de una buena carrera profesional, pero llevaban dos años discutiendo por cualquier motivo y tenían la sensación de que su relación se iba a pique. Tratando de salvarla habían acudido a varios especialistas y yo era, según me dijeron, la última tabla a la que habían decidido agarrarse para rescatar su matrimonio del inevitable naufragio.

En base a su relato de los hechos, las discusiones, cada vez más frecuentes, aparecían sin motivo y crecían hasta llegar a límites francamente violentos. Ambos se reprochaban todo tipo de cosas respecto al pasado (lo que yo he hecho por ti / lo que tú me has hecho), se insultaban (lo que de verdad eres), y decían cosas atroces uno del otro con objeto de hacerse daño (lo que te va a pasar, ya verás). En esto eran los dos muy eficaces, por lo que ambos acababan hundidos e irritados después de discutir, pero no satisfechos, por lo que la siguiente discusión, más cruel si cabe que la anterior, no tardaba en llegar convirtiéndose en una inmensa bola de nieve que amenazaba con dinamitar su vida.
Curiosamente, las discusiones siempre eran en casa, pero nunca fuera de ella, hasta el punto de que habían vendido su antigua residencia siguiendo los consejos de un asesor y se habían comprado una nueva en las afueras de Illinois por si ese era el centro del problema. Pero las discusiones se mudaron con ellos a un nuevo barrio con casas de dos plantas y jardín.
“Yo no puedo soportarlo.” Dijo Raquel al terminar. “Ni yo.” Confirmó Mark mirando a su esposa con recelo.
Lentamente me levanté del sillón y comencé a pasear por el despacho con la mirada perdida.
“¿Están dispuestos a hacer un pequeño sacrificio para salvar su relación?” – Pregunté mirando una pequeña mancha en la moqueta situada justo entre mis zapatos.
“Por supuesto” Respondieron casi al unísono.
Abrí uno de los cajones de mi escritorio con parsimonia, extraje una pequeña llave plateada, y saqué de un armario mi “material de ayuda conyugal” para depositarlo lentamente sobre la mesa.
El material de ayuda conyugal se componía de:
a) Un simpático patito amarillo de plástico tamaño gigante con lunares rosas.
b) Un enorme gorro de pico hecho en cartulina violeta con la inscripción “Soy una bruja” en cinco idiomas y
c) Una vieja escoba de madera.

“Voy a ponerles unas sencillas tareas. Es tan fácil que hasta un niño podría hacerlo” – Dije sentándome sobre el brazo de la butaca junto a Raquel.
“Cuando comiencen una conversación y comprueben que poco a poco están empezando a discutir deben hacer una cosa. Usted – dije dirigiéndome a Mark. – suba al cuarto de baño situado en la segunda planta, llene la bañera de agua y añada jabón en abundancia. Después debe desnudarse y meterse en la bañera con Fredy, dije señalando al patito de goma amarillo, en torno a la cintura. Por otro lado usted – dije mirando a Raquel, – debe subir al baño, colocarse este gorro en la cabeza y levantar una pierna para que no toque el suelo, mientras sujeta la escoba entre los muslos. Una vez hayan hecho esto pueden reanudar la conversación y discutir cuanto quieran. ¿Serán capaces de hacerlo?”


Ambos se fueron extrañados, con la vaga idea de que estaban perdiendo el tiempo y el dinero, pero con la firme promesa de que cumplirían mis órdenes escrupulosamente. Una semana después volvieron a mi consulta. Evidentemente, para Raquel había sido imposible continuar la discusión viendo a su marido desnudo en la bañera con el pato de goma amarillo nadando entre las huesudas rodillas. En lo referente a Mark, le era imposible insultar a nadie desnudo desde la bañera, y se quedaba mucho más tranquilo cuando veía a su mujer montada sobre la escoba con el gorro de “Soy una bruja” sobre su cabeza.
Después de la décima sesión, los dos muy sonrientes y relajados, él algo más arrugado que la primera vez, pero inusitadamente limpio, salieron de mi consulta dispuestos a disfrutar su relación.

Importante recordar en este capítulo:

- Procure no iniciar una discusión si hay invitados en casa.
- En cualquier caso, instale un cerrojo en la puerta del baño.

jueves, 10 de enero de 2008

Huir de los problemas no sirve de nada, ¿seguro?

Ideas que alguna vez has llegado a creerte. (Es un buen momento para revisarlas).

Hola soy Duncan. Hace más de tres años John Smith entró por primera vez en mi consulta de avenue street en Nueva York. Llevaba más de tres años de terapia con varios psicólogos de Fool street y se sentía tan desgraciado como al principio. Durante la primera sesión John hizo un repaso bastante extenso de los problemas que constantemente le enfrentaban a su mujer. Ella no aprobaba nada de lo que él hacía. Si llegaba tarde de trabajar le echaba en cara que ella era ala que tenía que llevar la casa y le hacía sentir culpable por descuidar su vida sentimental. Si llegaba pronto le reprochaba su falta de ambición profesional, recordándole que nunca llegaría a ascender con esa actitud pusilánime.
John se sentía tan desgraciado que había pensado en la posibilidad de separarse de su mujer, salir corriendo y montar un restaurante junto a la costa lejos de su vida actual.
Todos los psicólogos que John había visitado durante los últimos años habían insistido en que huir del problema no resolvería nada. Debía enfrentarse al problema y resolverlo con su esposa en su ciudad. Si no, el problema le seguiría por siempre allí donde fuera.

Cuando John terminó su relato le miré con firmeza indicándole que vaciara sus bolsillos sobre la mesa de caoba de mi escritorio: una cartera, un pañuelo, teléfono móvil, llaves de coche, llaves de casa, una pequeña agenda donde apuntaba los proyectos nuevos del día, dos bolígrafos, la funda de las gafas. Lentamente di la vuelta a la mesa saqué todo el dinero que llevaba en la cartera manteniéndolo en alto con la mano izquierda. Con la mano derecha agarré las llaves del coche y las sostuve un instante frente a su cara.
- Esto es todo lo que necesitas para solucionar tu problema, - le informé. - Coge el dinero, súbete al coche y conduce hasta la costa.
- Pero los problemas me seguirán allí donde vaya,- protestó John.
- ¿Tu mujer tiene coche?- Pregunté mirando fijamente su cara de esperanza.
- No, no tiene. –
- ¿Sabe donde vas? – Insistí.
Él negó con la cabeza.
- Pues entonces no pierdas más tiempo y corre. -

Un año después encontré a John en el paseo marítimo de un pueblo de la costa este. Había montado un restaurante de ostras y era extraordinariamente feliz. Le felicité.
Dos años después una intoxicación por ostras arruinó su negocio. 150 personas reclamaban una indemnzación. Cuando los acreedores fueron en su busca, John ya había cogido el dinero suelto de su cartera, las llaves del coche… Y había desaparecido tras la frontera de México.

Importante recordar en este capítulo:

- Los problemas no siempre le seguirán allí donde vaya.
- Cómprese un coche.
- No coma ostras.

¡Eres la leche!